Como si de la premier de una película -de terror- se tratara el ayuntamiento de Oslo se convirtió en una gran pasarela por la que circulan actores, productores, financistas y demás operadores de la gran superproducción que desde hace décadas lleva adelante un sector ambicioso, prepotente y sanguinario de la oligarquía venezolana. Porque la retórica sobre la intervención militar al país que sostiene este macabro estamento de la sociedad venezolana es matizada para Venezuela y el mundo en clave de película de Hollywood. El trailer ha sido entregado a cuentagotas, con misiles selectivos que acabaron con la vida de más de ochenta personas en el Mar Caribe. La deshumanización de la acción, sin juicio ni debido proceso, es el abreboca de un guion grotesco que abre la puerta a nuevas ficciones por venir. Porque el fondo está en la promoción del estreno que quieren aplaudir: La Invasión.
El discurso varía de acuerdo con las orientaciones que reciben de la opinión pública: “una acción militar no implica el derramamiento de sangre de víctimas inocentes”, dicen. En algunos giros retóricos más excéntricos se habla que “la CIA tiene el ADN de Nicolás el cual podrán en un misil teledirigido que acaba el problema limpiamente”. Cada intento de justificación fantástica de los guionistas contrasta con la realidad histórica de las consecuencias de intervenciones norteamericanas en cualquier latitud del orbe: Irak, Siria y Libia son ejemplos palpables de la acción catastrófica de la acción imperial sobre pueblos soberanos. Celso Amorim, que lejos está de ser amigo de la revolución bolivariana, vaticinó un conflicto de largo alcance -similar a Vietnam- en caso de una acción estadounidense sobre suelo venezolano. Sin embargo, un nuevo concepto -preocupante por demás- se unió a este abanico de despropósitos literarios. La señora Machado, en un intento desesperado de darle viabilidad a su ficción, señala que el ochenta por ciento de la Fuerza Armada de nuestro país es contrario a la revolución o apolítica; que sólo habría que encargarse de un veinte por ciento de este cuerpo al cual calificó de irredimible. ¿Cómo planea hacer esto? Si los integrantes de nuestra Fuerza Armada están alrededor de 200 mil efectivos, ese veinte por ciento asciende a cuarenta mil uniformados. ¿Cuál es el plan de acción para con cuarenta mil hombres en armas que de acuerdo con su propio concepto son irredimibles? Nuevamente el peligro de la purga deshumanizada empapa de sangre el guion de esta película.
En Oslo las viudas de la insurrección siguen en lo suyo. Políticos de vieja y nueva ralea, influencers, periodistas y alguna pianista que toca los acordes del sound track, se tongonean por la alfombra roja. A su paso rozan su mano con disimulo por el fieltro carmesí y casi pueden saborear la herrumbre que vive en la sangre. Se hacen los desentendidos, pero Nosferatu es un juego de niños ante el derroche de glóbulos rojos que se desliza por sus gargantas y predomina en las escenas soñadas para nuestro país. Lágrimas de cocodrilo, aplausos van y vienen. Detrás murmuran las intrigas -norma clásica de la industria de entretenimiento- y el apetito por el rol protagónico que acapara la homenajeada. Otros deambulan sin rumbo en una escena de muertos vivientes, olfatean vida con el propósito de saciar bajas pasiones y balbucean Libertad mecánica e irreflexivamente a cada paso. Todo junto es una suerte de Frankenstein: un monstruo ensamblado con despojos de cadáveres políticos que vuelven a la vida a través de los impulsos eléctricos de una oligarquía que juega a ser Dios.
La fiesta no se detiene. El marketing sustituye a la política. No se miden consecuencias. El fin justifica cualquier medio. Es la desesperación de una clase que muda al frío invernal de Noruega un drama que pretende estallar la calidez del Caribe, la paz de un pueblo que sigue su vida al margen de los artificios cinematográficos que imponen en las redes sociales los operadores de oficio, los abyectos, los precursores de un nuevo colonialismo y las mascotas que encontró Trump para el relanzamiento de la inefable Doctrina Monroe sobre el hemisferio.
Pero aquellos que crean ficciones se enfrentan a un problema: la verdad. Toda la parafernalia nobelesca -una suerte de novela relativa al Nóbel- se enfrenta, cuando menos a profundas resistencias dentro de la institucionalidad que otorga este galardón. El Consejo Noruego de Paz coloca en entredicho un reconocimiento de paz para una persona que redobla los tambores de la guerra y dedica el premio a Trump, a quien, además, si-ruega que aparezca con sus aviones, misiles, barcos y marines para entregarle el país que es incapaz de ganar en política. Esta falta de transparencia da pie a otro giro retórico en el guion: el de la falta de seguridad que la hizo retrasarse para recoger la medalla. Así inventa una nueva dramatización donde recrea una épica rocambolesca que la llevaría un día después a Oslo. La pregunta es, ¿tan rígidos son los noruegos que no podían retrasar un día el bochinche? ¿No pueden esperar a la mujer que encarna el espíritu del premio? La verdad es simple: aquellos que creen en la paz no están muy de acuerdo con el resultado de esta escogencia que, más que cualquier otro año, está en extremo politizada.
Los reflectores poco a poco extinguen su luz. La alfombra es recogida y con alguna mopa se secan los rojos charcos que dejó el paso de los vampiros. La verdad yace malograda en las fotos de Instagram, en las fantasías de X y en los bailes de Tik Tok. El invierno nórdico apura la noche fría y estéril, mientras en el Caribe toda la parafernalia sirve de excusa a Trump para continuar en su voraz avance por el petróleo venezolano. Las personalidades toman sus vuelos de regreso en primera clase. Los deseos vociferan guerra, invasión y muerte; mientras, una etiqueta desdibujada de la medalla balbucea PAZ.

