En un mundo que a menudo avanza sin detenerse a reflexionar, sentimos la urgencia de abrir un espacio para el debate profundo de las ideas. La vorágine de lo cotidiano nos arrastra, y ante esta corriente, es vital buscar fórmulas para comprender las dinámicas complejas que rigen nuestra humanidad. Este ejercicio de interpelar, cuestionar y buscar respuestas es fundamental para cualquier comunidad.

¿Desde dónde podemos orientar nuestro Logos —con el permiso de los griegos— y encontrar el camino en medio de la contingencia?

El debate sobre la realidad política de nuestro país se arraiga en los fundamentos de la República. La visión de Simón Bolívar, de construir un pacto social que regule las relaciones comunitarias, encuentra gran parte de su sustento en las orientaciones del Discurso de Angostura. De todos sus postulados republicanos, la igualdad establecida y practicada es el principio más constitutivo, aquel que sobrevive en la esencia misma de la venezolanidad.

Esta forma de vivir las relaciones ha perdurado a lo largo de dos siglos de experiencia republicana, más allá de las inflexiones propias de la historia. Porque la esencia del pueblo venezolano es una subversión cotidiana en nombre de la igualdad. Es un espíritu que permea desde lo político formal hasta las lógicas de relación entre los ciudadanos, derivando en una conexión social casi familiar, especialmente en los sectores mayoritarios del país.

Existen innumerables expresiones de este hecho, pero una de las más particulares es el sancocho dominguero, esa institución secular de la comunión popular que nos convoca. Nada es más democrático e igualitario que la reunión de verduras y legumbres sumergidas en un caldo cruzado de costillas de res con gallina.

Esta forma tan particular de abordar la constitución republicana en Bolívar se puede rastrear directamente en el pensamiento de Simón Rodríguez. Este maestro pedagogo, pero sobre todo político, dejó una huella profunda en gran parte de los postulados bolivarianos. No es una presunción, sino una sentencia que el alumno le expresa al preceptor en la célebre Carta de Pativilca: “Ud. formó mi corazón para la libertad, para la justicia, para lo grande, para lo hermoso. Yo he seguido el sendero que Ud. me señaló. Ud. fue mi piloto, aunque sentado sobre una de las playas de Europa. No puede Ud. figurarse cuán hondamente se han grabado en mi corazón las lecciones que Ud. me ha dado; no he podido jamás borrar siquiera una coma de las grandes sentencias que Ud. me ha regalado“.

Estas emotivas palabras no solo demuestran el lazo entre ellos, sino que también aluden a la constitución del sentido de justicia de la sociedad, un fundamento esencial para cualquier comunidad política. Así, Simón Rodríguez se erige como el referente clave de una manera específica de concebir e interpretar la cosa pública, una visión que Bolívar proyectó y materializó en la república.
El pensamiento rodrigueano, entonces, se erige como la ruta maestra para la construcción de la sociedad que Bolívar y sus contemporáneos concibieron. Fue una comunidad que, por un lado, debatió con referentes arcaicos –como el de una vetusta monarquía absolutista europea–, pero que, por otro, se configuró desde la particularidad de una sociedad emergente, nacida de la distancia atlántica y de su propia realidad post-colonial. América, para Rodríguez, poseía una identidad inconfundible, distinta a la española. Su empeño era claro: pensar una República desde una noción absolutamente propia.

De ahí su célebre sentencia en Sociedades Americanas (1828), que resuena con una vigencia asombrosa: “La América española es original, originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos, o erramos“. Ante esta urgencia histórica y filosófica, la pregunta se impone: ¿Cómo podemos rescatar esta noción de originalidad en la actualidad para reinterpretarnos, y bajo qué marco epistemológico lograríamos hacerlo?

La construcción robinsoniana no es lineal ni obedece a fórmulas preestablecidas. Su verdadera vocación es interpretar el fenómeno social desde un punto de vista antagónico a la lógica dominante de su momento histórico. Rodríguez contrapuso la República a la Monarquía, pero este debate trascendió el mero litigio eurocéntrico. La concepción republicana del maestro se construye, fundamentalmente, desde un lugar de enunciación americano.

Esto nos acerca a una premisa vital para los nuevos tiempos: su pensamiento emerge de la subalternidad, comprendiendo que existe una fuerza dominante que busca hegemonizar las voluntades, un término crucial para él. La tarea, entonces, parte de una reflexión que interpela la realidad desde una mirada popular, latinoamericana y caribeña. Las preguntas que surgen de este lugar de enunciación buscan respuestas que rompen con la tradición, acercándonos a la autodeterminación como pueblo en resistencia.

Este enfoque tiene un correlato directo con la visión pedagógica de Simón Rodríguez, quien entendió que los verdaderos sujetos republicanos para la transformación provendrían de los marginados. Por ello, en su propuesta, solicitaba educar a los hijos de indígenas y africanos en las artes de la sociedad, con el fin de construir junto a ellos una nueva realidad.

Pueblos, Instituto para el Pensamiento Original, es una apuesta decidida por abordar la realidad social desde la orientación fundamental del maestro Simón Rodríguez. Nos proponemos desarrollar este pensamiento y convertirlo en método para, desde allí, interpelar a la comunidad política, amplificar las fortalezas de la subversión popular y contrastar sus contradicciones.

Desde este espacio plural y profundamente robinsoniano, invitamos a todos a reflexionar en colectivo. Nuestro objetivo es alzar una voz disruptiva en un mundo que parece fuera de quicio, uno que amenaza con desvirtuar el propósito esencial de nuestra existencia: la propia humanidad.

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