El Instituto para el Pensamiento Original inauguró su planta física en un evento que reunió a las diversas voluntades que impulsaron este proyecto. La apertura de la jornada estuvo marcada por la interesante disertación de Luis Berrizbeitia, quien expuso las ideas y principios que guían los propósitos de PUEBLOS, un proyecto largamente gestado, que busca generar conocimientos que se apartan de lo establecido, ofreciendo una reflexión desde una mirada diferente para abordar la realidad.

PUEBLOS es una iniciativa que ha sido pensada, intentada, errada y vuelta a empezar, y que se sustenta en la idea de que la voluntad y la razón son pilares para impulsar el cambio, en sintonía con la máxima de Simón Rodríguez: “educar es crear voluntades”.

Desde las ciencias sociales, el Instituto se propone analizar los hechos de la sociedad, entendiendo que son intrínsecamente políticos; y que la política es un eje central para comprender el rumbo de nuestra sociedad.

La política y lo político dentro de las Ciencias Sociales por Luis Berrizbeitia

En este contexto, es crucial reconsiderar el concepto de política, ya que ha sufrido un progresivo menosprecio. Esta desvalorización ha dado lugar a la noción de lo apolítico, expresada en frases como “yo no participo en eso” o “la política no es lo mío”. No obstante, esta percepción desconoce una verdad fundamental: la sociedad misma, como una construcción tradicional y consensuada, se ha erigido sobre la base de que todos sus miembros participan activamente, siguiendo un conjunto de reglas de juego establecidas y bajo una razón que, en definitiva, es la que hace que nosotros, en cuanto a sujetos políticos, nos movamos dentro de la sociedad.

Como el antiguo filósofo Aristóteles afirmó en su momento, “los únicos que no pertenecen a una sociedad política son los dioses y las bestias”. Según su concepción, todos los demás seres humanos son, por naturaleza, participantes de la polis. Esta noción clásica, que subraya la inherente naturaleza política del ser humano, puede ser ilustrada de manera magistral a través de una poderosa alegoría del cine.

Una de las referencias más contundentes para comprender esta relación entre la política y lo supuestamente “apolítico” es la obra maestra de Charles Chaplin, Tiempos Modernos (1936). En ella, el icónico personaje de Chaplin, el vagabundo, es presentado como un individuo que no parece tener interés en la política. Sin embargo, su vida está completamente definida y controlada por las fuerzas políticas y económicas de la sociedad industrial: el ritmo frenético de la cadena de montaje, la alienación del trabajo y la vigilancia constante.

La película demuestra que, aunque el vagabundo no participe conscientemente en debates o elecciones, su existencia entera es una consecuencia directa de un orden político. De esta manera, Tiempos Modernos actúa como una poderosa metáfora que desmantela la idea de la neutralidad política, demostrando que incluso la postura de “yo no participo en eso” es, en sí misma, una respuesta a una realidad política de la cual no se puede escapar.

Para ilustrar esta idea, resulta fundamental analizar la icónica escena inicial de Tiempos Modernos. En ella, el desprevenido Charlot camina por la calle cuando un camión que transporta largas vigas deja caer una bandera roja de advertencia. Con la inocencia de un buen ciudadano, Charlot la recoge e intenta, de manera insistente, llamar la atención del conductor agitando la bandera.

Lo que él ignora por completo es que, justo detrás de él, avanza una manifestación de obreros sindicalizados que protestan por sus derechos. Es en ese momento que aparece la policía —el brazo represivo por excelencia del Estado— y, al ver a Charlot agitando lo que se presume es una bandera roja, lo señala como el líder de la revuelta comunista. Sin entender nada de lo que sucede, el pobre Charlot termina injustamente en un calabozo, castigado por una supuesta “beligerancia comunista” de la que no tenía idea.

¿Qué nos revela esta reflexión cinematográfica? Esto es la política.

Charlot no estaba al tanto de la manifestación, no participaba en ella ni compartía sus ideales. Sin embargo, la política lo incluye, lo avasalla y lo arrastra de lleno a la relación antagónica entre el capitalismo y el comunismo, entre los capitalistas y los sindicalistas que luchan por sus derechos. Él es arrastrado a este proceso sin haber tomado parte de él. Es este elemento el que, en última instancia, nos define: todos, lo queramos o no, formamos parte de una comunidad política y, de alguna forma, tomamos partido o nos vemos afectados por las acciones de la política. La participación no es siempre una elección, a veces es una condición inherente a nuestra existencia social.

La Esencia del Pensamiento Original

Es precisamente por todo lo anterior que nace el Instituto PUEBLOS. Su propósito no es simplemente pensar la política, la sociedad y el mundo desde cualquier perspectiva, sino hacerlo desde una ruta clara y una forma de aproximación a la realidad que nos ha sido trazada. Esta ruta es la del maestro Simón Rodríguez, quien nos invita a abordar el hecho social desde una realidad que nos es propia: el americanismo.

Cuando el maestro afirmaba que “hay que crear repúblicas en contraposición a las monarquías”, no se refería a una simple copia de los modelos liberales europeos. En su visión, el único lugar donde podían florecer repúblicas auténticas era en América, porque estas debían ser constituidas por sus propios sujetos, por la gente americana. A partir de esa premisa, el maestro Rodríguez nos ofrece claves esenciales sobre la construcción republicana y política.

La esencia sobre la cual se asienta el Instituto es, precisamente, la de reconstruir un método Robinsoniano. Este no es un método sistematizado ni una receta preestablecida; si existiera, habría que revisarlo a cada paso. Y es que el maestro, como bien sabemos, no era partidario de las verdades inamovibles o de las cuadraturas perfectas. Por el contrario, entendía que la realidad necesita ser reinterpretada continuamente a medida que la sociedad se transforma. Se trata de un pensamiento vivo, en constante transmutación, que nos obliga a repensar nuestra realidad desde nuestra propia identidad.

La Dinámica de la Sociedad: Ruptura y Continuidad

Se ha planteado que la idea de la tradición o la sociedad es como una bola de nieve que rueda por una ladera. A medida que avanza, esta bola va adhiriendo nuevo material, sumando capas de novedad. Lo que percibimos como nuevo es, en realidad, un añadido fenomenológicamente distinto a lo anterior. Sin embargo, en el núcleo de la bola de nieve permanece intacto todo lo que ha sido: el pasado. Con cada giro, la bola se hace más grande, llevando en su interior la historia, el porvenir, las contradicciones y todas las implicaciones del devenir social.

Esta es una idea poderosa, porque nos obliga a reconsiderar las rupturas. La intención de romper con lógicas establecidas debe tener en cuenta que, como sujetos sociales, estamos constituidos por todo lo anterior. Incluso la capacidad de transgresión radica en reconocer aquello que hemos sido y proyectar lo que queremos ser. Se trata de un péndulo que oscila entre el pasado y el futuro, actuando sobre lo que fuimos para transformarlo en lo que deseamos ser.

Este tipo de acción nos permite generar una dinámica política que rompe con patrones de repetición, dándonos la capacidad de comprender la enajenación que ejerce sobre nosotros el propio peso de esa bola de nieve que venimos rodando. Es desde esta perspectiva que el Instituto PUEBLOS asume sus desafíos, enfrentando los retos pendientes de pensar, hacer y rehacer, liberándonos de los frenos que nos imponen la academia y la sociedad.

Para abordar estos desafíos, es crucial mirar hacia un momento histórico que fue condenado a pesar de su belleza en la tradición republicana occidental: la Comuna de París.

La Condena de la Comuna de París

La Comuna de París surge en medio de un siglo XIX convulso, un período de incesantes transformaciones en la construcción política de la modernidad. Tras el vaivén entre revoluciones liberales, restauraciones monárquicas, nuevas repúblicas y regresos napoleónicos, en 1871, irrumpe la Comuna de París. Durante apenas dos meses, esta experiencia logró un hito de democracia absoluta, donde el pueblo definió su propio destino. Los ciudadanos, como sujetos participantes, tomaron las riendas de la República y gestaron un programa eminentemente popular.

Sin embargo, el destino de la Comuna fue trágico: fue aniquilada y sangrientamente destruida. Pero el aplastamiento no fue solo físico; también fue moralmente demolida por la mediática de la época. La narrativa dominante la presentó como una mera revuelta de anarquistas cuyo único fin era destruir la República. Esta condena provino, fundamentalmente, de aquellos que se consideraban los más doctos del espíritu liberal. Un libro revelador, Los escritores contra la Comuna de Paul Lidsky, documenta con precisión la operación mediática y el discurso condenatorio que se orquestó en torno a la idea de la Comuna y la construcción política que esta propuso.

Es crucial recordar este episodio. A menudo, caemos en la trampa académica que nos dicta quiénes pueden ser legitimados y quiénes no, quiénes pueden ser “sistematizados” y quiénes no. La Comuna de París, nos recuerda la importancia de cuestionar las narrativas dominantes y de reconocer las experiencias de pensamiento y acción que fueron silenciadas por el relato hegemónico.

Un Llamado a la Sistematización del Pensamiento Político Propio

Desde PUEBLOS, reconocemos que la teoría política desarrollada por Hugo Chávez como pensador y actor político cambió la forma de ejercer la democracia. Por ello, se vuelve imperativo estudiar referentes como Chávez y Fidel Castro, pensadores y líderes cuya acción y pensamiento han sido sistemáticamente proscritos por el apabullamiento mediático y la descalificación académica. Retomar su legado es una tarea urgente en este momento histórico.

Si se considera a figuras como Thomas Jefferson y Abraham Lincoln como referentes de la construcción democrática —a pesar de que Jefferson fue propietario de esclavos y Lincoln distaba de ser un ejemplo moralmente impecable en su política racial—, ¿por qué no hacer lo mismo con nuestros propios referentes? Si se idolatra a figuras como Winston Churchill como ícono de la democracia liberal, ¿por qué no sistematizar la acción y el pensamiento de quienes han desarrollado la experiencia de la Revolución Bolivariana como una democracia radical?

El ejercicio político que se vive en el seno de las comunas, por ejemplo, representa una nueva idea de construcción democrática y de teoría política que debemos desarrollar de aquí en adelante. Esto es fundamental para todas y todos.

Este espacio nos convoca a reflexionar sobre las contradicciones y los desafíos de los procesos latinoamericanos y caribeños. Nos exige interpelar la tradición y, especialmente, cuestionar las miradas globales que nos han impuesto la dicotomía de “centro y periferia”, una idea tan analizada por teóricos como Immanuel Wallerstein en su teoría del sistema-mundo. La realidad es que existen diversos horizontes de pensamiento y tradiciones con la misma validez en todas partes del mundo, pero el peso de la hegemonía nos ha hecho creer que hay un único centro que irradia y tensa al resto.

En este sentido, nuestra labor es comprender las tensiones que surgen de la interacción con los distintos polos de pensamiento a nivel mundial. Solo así podremos construir nuevas miradas y ofrecer nuevos aportes para orientar el camino del mundo, y así recuperar esa idea de humanidad que tanto preocupó al maestro Simón Rodríguez, quien nos enseñó que “la educación es el camino para la emancipación”.


Una vez delineadas las ideas que guían al Instituto por Luis Berrizbeitia, el programa continuó con el punto culminante del evento: la magistral intervención del filósofo y politólogo argentino Eduardo Rinesi, nuestro distinguido invitado internacional.

¿Quién es Eduardo Rinesi?

Rinesi es una figura académica de gran relevancia en el ámbito de la filosofía política en América Latina. Con una sólida trayectoria como docente e investigador, ha ocupado cargos importantes como el de rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento en Argentina. Es autor de numerosos libros y artículos que exploran temas cruciales como la relación entre la política y la tragedia, la filosofía social y los desafíos de la democracia contemporánea. Su trabajo se distingue por su profundidad teórica y su compromiso con el pensamiento crítico.

La tarea del Instituto PUEBLOS

Al juicio del exponente, el Instituto PUEBLOS asume una tarea formidable: pensar, investigar y producir conocimiento en torno a la vida política de nuestros pueblos. No es casualidad que este instituto haya elegido el nombre de PUEBLOS, ya que se ha propuesto centrar su reflexión en la vida popular y en los pueblos como sujeto político.

Con esta premisa, la noción de “pueblo” se presenta no como una idea sencilla, sino como un concepto complejo y una palabra cuya riqueza política radica, precisamente, en su falta de un significado unívoco. Cuando decimos “pueblo”, surgen inmediatamente problemas de larga data, porque no se trata de una palabra que defina con contornos precisos un objeto o un sujeto que pueda ser fácilmente identificado, caracterizado o descrito. En esa complejidad reside su mayor interés para la investigación.

A continuación, se presenta, la sistematización de la conferencia inaugural titulada: “La noción de Pueblo en tiempos del neoindividualismo posesivo”, una ruta clara para pensar los problemas sobre la idea del Pueblo:

La noción de Pueblo en tiempos del neoindividualismo posesivo

El “Demos” Griego y la doble articulación del Pueblo

Como se citó al viejo y querido Aristóteles, podemos comenzar nuestra reflexión con los antiguos griegos y su concepto de “demos” —la palabra que usaban para referirse al pueblo, un término que, a diferencia de “pueblo”, no es de origen latino.

El “demos” era inherentemente problemático. Como Aristóteles explica en su obra Política, esta palabra designa dos cosas a la vez, lo que plantea una serie de desafíos políticos. Por un lado, el “demos” designa la totalidad del cuerpo social, de la misma manera que a menudo usamos la palabra “pueblo” para referirnos al conjunto de la sociedad. Por ejemplo, cuando decimos “al pueblo venezolano le gustan las arepas”, nos referimos a todos los venezolanos y venezolanas, sin distinción.

Sin embargo, hay otras veces en que usamos la palabra “pueblo” en un sentido más preciso para referirnos a una parte de ese todo. En estos casos, algunos no forman parte del “pueblo”, sino que son el “antipueblo”, a quienes a veces se les llama “oligarquía”. Decir “el pueblo está harto de la arrogancia de los ricos” es un claro ejemplo de este uso. El contorno de quién es el “pueblo” y quién es el “antipueblo” varía enormemente según el contexto discursivo.

Para ilustrar estas ideas de mejor manera, consideremos cómo se utiliza esta palabra en la política contemporánea. Cuando Donald Trump habla del “pueblo americano”, no se refiere a los norteamericanos pobres, sino a un sector específico de la población: blancos, protestantes y anglosajones. Del mismo modo, cuando Marine Le Pen se refiere al “pueblo francés”, no piensa en las grandes capas populares, sino en aquellos que, según su visión, descienden de los ancestros de Astérix y Obélix, hablan francés sin acento y creen en la Virgen María. El “pueblo” puede ser el pueblo de los blancos, el pueblo de los católicos o el pueblo de los humildes.

Sea cual sea su uso, la palabra “pueblo” posee esta doble valencia que la hace tan perturbadora y que se encuentra en el origen de los problemas que trae consigo otra palabra de larga militancia en la teoría política latinoamericana: el populismo.

Generalmente, “populismo” se utiliza como un estigma con un valor fuertemente despreciativo, como cuando el Departamento de Estado de Estados Unidos lo menciona para descalificar procesos. Frente a esto, la obra del argentino Ernesto Laclau representó un meritorio esfuerzo por dignificar este concepto. Si bien logró convencer a muchos universitarios del alto interés teórico que encierra, no convenció a las masas latinoamericanas ni, mucho menos, al Departamento de Estado.

Laclau nos invitó a ver el populismo como una categoría teórica interesante, similar a la forma en que los antiguos griegos veían la democracia. Para ellos, la democracia no era una buena palabra; de hecho, tenía connotaciones muy parecidas a las que tiene hoy el “populismo” para nosotros.

La Democracia en la mirada de los Filósofos Griegos

Aunque la palabra “democracia” fuera mal vista por los intelectuales, es probable que para la mayoría de los griegos —los campesinos, navegantes y soldados— representara un sistema de gobierno donde su voz era escuchada y su dignidad ciudadana era reconocida. En la asamblea, tenían el derecho de levantar la mano y participar.

Sin embargo, los griegos que nos llegaron a través de la historia no fueron ni los soldados, ni los navegantes, ni los campesinos, pues la mayoría de ellos no sabía escribir. Los griegos que llegaron a nosotros son aquellos que sí lo hacían: los filósofos, y su valoración de la democracia era, por decir lo menos, mínima. No la toleraban en lo más mínimo.

Jenofonte, por ejemplo, un oligarca acérrimo, no quería saber nada de ella. Platón era un antidemócrata radical, a tal punto que se oponía incluso a que los huesos de los soldados muertos en batalla fueran enterrados juntos, por miedo a que se mezclaran los restos de un joven virtuoso con los de un “holgazán”. Para Platón, no había lugar para la democracia ni siquiera después de la muerte.

Incluso para Aristóteles, el más aceptable de todos ellos, la democracia planteaba un problema. La ambivalencia del “demos” —que era el todo del cuerpo social y, a la vez, su parte pobre— generaba una contradicción, ya que, en todas las ciudades conocidas, esa parte pobre solía ser mayoritaria. Con esto, la democracia, bajo el pretexto de ser el gobierno de todos, terminaba por ser el gobierno de clase de los pobres.

A Aristóteles se le podría cuestionar: “Si los pobres son la mayoría, ¿cuál es el problema de que gobiernen?”. Y él, con su lógica implacable, respondería que el problema es puramente conceptual: la oligarquía está mal porque es el gobierno de una clase, y la democracia también está mal porque es el gobierno de otra clase.

La “Politeia”: Una Vía Media para un Gobierno Estructurado

Entonces, ¿qué estaba bien para Aristóteles? La República —o, como él la llamaba, la politeia (voz griega para este concepto latino). Para el filósofo, la politeia era una forma de gobierno que mezclaba virtuosamente los elementos y principios de la oligarquía y la democracia.

Es en esta visión donde se revela la perspicacia de Aristóteles como filósofo y actor político con los pies sobre la tierra. No construía utopías, sino que buscaba soluciones prácticas. Decía que la mejor forma de gobierno era la que combinaba dos cosas que, individualmente, estaban mal: el gobierno de los ricos, que debía ser moderado, y el gobierno de los pobres, que también debía serlo, pues estos tenían sus propios intereses y estaban “despreparados”. Por lo tanto, era necesaria una república que moderara las pasiones y los intereses de ricos y pobres para producir un equilibrio, apoyándose en la estabilidad que solo una clase media próspera y numerosa podía proporcionar.

Esta reflexión nos da un tema fundamental para pensar el lugar del pueblo en esa forma de organización colectiva que, desde antes de Cristo, llamamos República. No todas las repúblicas son iguales: hay repúblicas más aristocráticas y repúblicas más populares. Tal como se aludía anteriormente, las repúblicas americanas quizás sean las que puedan llevar a su máxima realización el ideario de una república popular, un ideal que en Europa ha tendido a ser minoritario, aristocrático y elitista, como lo han analizado pensadores del Renacimiento italiano como Guicciardini y Maquiavelo hasta nuestros propios días.

La Nación y el Problema de la Lengua

El segundo asunto fundamental es que, al salir de la pequeña escala de las antiguas polis griegas, la idea de pueblo se traslada a la dimensión mucho más grande de nuestras naciones y estados nacionales. La formación de estos pueblos modernos supuso largos y complejos procesos con múltiples dimensiones: antropológicas, sociológicas, demográficas, jurídicas y, muy especialmente, lingüísticas.

Es fascinante observar cómo, en los grandes pensadores del Renacimiento europeo que reflexionaron sobre estos problemas, el lugar de la lengua nacional es central. De Maquiavelo, por ejemplo, solemos leer El príncipe o los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pero es esencial leer también sus Diálogos sobre nuestra lengua. En este hermoso texto, Maquiavelo imagina un diálogo con el mismísimo Dante Alighieri para debatir cuál debería ser la lengua que unificara el caótico mosaico de repúblicas y principados que era la península itálica en su tiempo. Maquiavelo defiende las ventajas literarias e históricas del toscano, su propia lengua, como la más adecuada para esta tarea. Mientras El príncipe es un argumento político sobre el liderazgo que unificará la nación, los Diálogos son un argumento lingüístico sobre el idioma que hablará esa nueva nación.

Para la misma época, en Francia, el rey Francisco I tomó una decisión trascendental. Como analiza el filósofo Jacques Derrida en su libro El lenguaje y las instituciones filosóficas, el rey estableció una norma para que todas las leyes que rigieran la vida de los ciudadanos en el territorio francés fueran redactadas exclusivamente en francés. Esto, que hoy nos parece evidente, estaba lejos de serlo en el siglo XVI, cuando las leyes se formulaban principalmente en latín (la lengua de la Iglesia y el Imperio) o en lenguas locales (vasco, germano, etc.). Como diría más tarde Ernest Renan, construir un país a menudo implica olvidar orígenes diversos para forjar una unidad. Esta decisión de Francisco I unificó lingüísticamente un territorio de gran diversidad cultural e histórica.

De todos estos procesos, el más estudiado por mi parte es la creación de la sociedad, el Estado y la lengua nacional inglesa a fines del siglo XVI y principios del XVII, de la mano de un autor admirable: William Shakespeare. En un ciclo de ocho piezas históricas que narran la formación de la Inglaterra moderna —desde Ricardo II hasta Ricardo III, pasando por los tres Enrique—, Shakespeare aborda de manera sublime el tema del lenguaje.

Shakespeare es un gran pensador de la política y un escritor popular que reflexiona sobre la forja de la lengua nacional, la lengua moderna sobre la que se levantaría el Estado inglés. Esta lengua, como un palimpsesto, está compuesta por diversas capas históricas: las viejas lenguas celtas y bretonas, el latín de los romanos, las lenguas de los vikingos y los daneses, y el francés de los normandos, que impregnó el inglés con vocabulario de la vida estatal y militar.

Shakespeare nos presenta esto a través de un personaje increíble: el joven príncipe Hal, futuro Enrique V. Mientras su padre, Enrique IV, habla en la corte un inglés solemne, burocrático y afrancesado, Hal, en su ingenio, decide aprender a hablar como el pueblo. Para ello, encuentra una figura paterna alternativa en el inolvidable Falstaff, un bufón que frecuenta tabernas y prostíbulos y que habla un inglés popular, lleno de palabras sajonas, monosilábicas y vívidas. El contraste entre el inglés latinizado del rey y el inglés callejero de Falstaff es una de las mayores genialidades de Shakespeare.

Al ascender al trono como Enrique V, el joven rey pronuncia un famoso discurso a sus tropas antes de la batalla de Agincourt. En él, combina la dignidad real con el lenguaje que aprendió del pueblo, llamando a sus soldados una “banda de hermanos”, una frase que evoca la camaradería de las tabernas. Este discurso representa el punto culminante de la formación de un líder capaz de hablar en la lengua de la gente, uniendo al pueblo y a su élite.

Este proceso de mezcla y mestizaje lingüístico no es exclusivo de Europa. A finales del siglo XIX y principios del XX, Argentina vivió un fenómeno similar con la llegada masiva de inmigrantes europeos. La mezcla de lenguas —el cocoliche— generó una reacción defensiva en las élites, que lo veían como una “invasión” y una “corrupción” del castellano. En Buenos Aires, un sociólogo como José María Ramos Mejía, de la élite, se quejaba de ver las paredes de “su” ciudad pintadas en un idioma que no entendía. Contra esta supuesta corrupción, la élite fundó instituciones como la Facultad de Filosofía y Letras en 1895, con el objetivo de “reconducir nuestro castellano a sus sanas fuentes griegas y latinas”. No obstante, la historia siguió su curso, y el mestizaje se impuso en la poesía popular, el tango y la milonga, dando lugar a una nueva identidad cultural.

La Multitud vs. el Pueblo en Thomas Hobbes

Esos procesos de formación de los pueblos nacionales también demandaron una teoría política para legitimarlos. En este punto, un nombre sobresale: Thomas Hobbes. Hobbes utiliza la idea de pueblo para contraponerla a la de multitud. A grandes rasgos, el “pueblo” está bien; la “multitud” está mal.

Para Hobbes, sin embargo, el pueblo no es un sujeto colectivo con voluntad propia, sino la suma aritmética de los individuos que lo componen. Y lo más crucial: este pueblo solo existe en un instante teórico e hipotético.

¿En qué momento aparece el pueblo en la teoría hobbesiana? En uno solo: el momento en que los individuos deciden delegar todo su poder en una entidad soberana llamada Leviatán. En ese instante, firman el contrato que los constituye como “pueblo” para, inmediatamente después, desaparecer como sujetos políticos. El pueblo es, por tanto, una mera hipótesis teórica que surge y se desvanece en el mismo acto, dejando en escena solo a los individuos que ahora son súbditos del Leviatán.

Este enfoque individualista en la teoría política, que C.B. Macpherson acuñó como “individualismo posesivo”, es clave para entender a Hobbes y a pensadores posteriores como Harrington y Locke. Es esta visión la que nos desafía a pensar en la noción de pueblo que queremos construir, especialmente en tiempos de un neoindividualismo posesivo que parece querer desdibujar al sujeto político colectivo.

La Reinterpretación de John Locke

Es cierto que los liberales del siglo XIX miraron hacia atrás y lo convirtieron en un referente, principalmente al enfocarse en el capítulo 5 de su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, dedicado a la propiedad. Sin embargo, si hubieran leído con más detenimiento, habrían descubierto sus capítulos sobre la obligación de resistir a los tiranos por las armas, algo que ningún liberal clásico habría postulado.

Locke no es un liberal; es un republicano, un populista, un revolucionario y un cristiano. Y en esa mezcla reside su enorme interés. Su razonamiento, aunque similar al de Hobbes en la estructura general del contrato social, introduce una diferencia crucial. Para Locke, los individuos crean un Estado para proteger su propiedad, pero si el gobernante deja de gobernar conforme a la ley de Dios y lo hace por su capricho, “todo el pueblo” (the whole people) tiene el derecho y la obligación de levantarse en armas contra el tirano y derrocarlo.

Esta idea es fascinante porque sitúa al pueblo como sujeto político de la resistencia, no de la construcción del Estado. El sujeto que crea el Estado y la propiedad privada es el individuo, pero es el pueblo en su conjunto quien tiene la obligación de alzarse. Cuando Locke habla de “todo el pueblo reunido en asamblea”, surge la pregunta de si pensaba en los millones de habitantes o en los 150 grandes terratenientes que, para él, representaban a esa multitud. A pesar de sus contradicciones —tenía esclavos y postulaba que un niño de tres años podía trabajar—, su pensamiento sobre el pueblo fue enormemente influyente, siendo una lectura clave para los revolucionarios latinoamericanos, como Mariano Moreno en el Río de la Plata. Ellos lo leyeron en clave republicana y revolucionaria, no liberal.

Del Pueblo al Estado: La Travesía por el Siglo XIX

Frente a esta idea tan inquietante de un pueblo con el derecho (y la obligación) de la resistencia, surge un pensamiento que busca disciplinar y ordenar esa fuerza. Locke mismo pone precauciones a la radicalidad de su propio pensamiento revolucionario en sus últimos escritos. Esta inquietud atraviesa todo el siglo XIX, pasando por Immanuel Kant y desembocando en el gran Georg Wilhelm Friedrich Hegel.

En la filosofía de Hegel, el pueblo alcanza la realización de sus potencialidades a través del Estado. Como lo expone en su Filosofía del derecho, el Estado es la culminación de la idea ética y el perfeccionamiento jurídico de la comunidad. Esta concepción estatalista y popular organizó gran parte de la vida política europea, antes de ser impugnada por corrientes como el anarquismo, que vio en el Estado una máquina de disciplinamiento; el marxismo, que lo concibió como un instrumento al servicio de la clase dominante; y el propio liberalismo, que lo vio como un obstáculo para las libertades individuales.

Sin embargo, para nosotros en América Latina, leer a Hegel es fundamental. En la lucha contra las corporaciones y los poderes transnacionales, contar con una teoría fuerte sobre el Estado es decisivo para poder combatir en nombre del bienestar del pueblo.

La Evolución de Marx: Del Estado a la Clase y al Pueblo

Luego de Hegel, un autor cuya juventud estuvo fuertemente inspirada en su pensamiento, rompe con la idea de la centralidad del Estado para construir una teoría basada en la clase social: el viejo y querido Karl Marx.

Marx comienza su trayectoria como un joven hegeliano de izquierda, convencido de que el Estado debería ser la realización de la idea ética y no un instrumento al servicio de los intereses de la oligarquía y el clero. Sin embargo, su itinerario por Europa y su observación del autoritarismo en Alemania lo llevan a una conclusión menos ingenua: el Estado no está circunstancialmente al servicio de los sectores dominantes, sino que es constitutivamente una herramienta de la clase dominante.

No obstante, antes de formular su teoría definitiva sobre la lucha de clases, Marx tuvo un breve pero fascinante período, especialmente visible en su artículo Crítica de la filosofía del Estado de Hegel (publicado tardíamente en 1957). En este texto, Marx postula que el sujeto de la historia es el demos, el pueblo en el sentido aristotélico: un sujeto complejo, diverso y plural que construye su voz de manera asamblearia. Este “Marx democrático o populista” duró poco, ya que en 1844 sus escritos ya revelan el descubrimiento de las clases sociales como motor de la historia.

Las Vacilaciones de Marx: Cuando Vuelve el Pueblo

A pesar de su marxismo consolidado, Marx nos resulta más interesante en los momentos en que vacila y en los que la pregunta por el pueblo reaparece en su obra, como destellos de una reflexión más profunda. Esto ocurre de manera notoria en dos episodios:

  • La Comuna de París (1871): Para Marx, lo que se levanta en París no es el proletariado, sino el demos de París. Los comuneros, en su “democracia absolutamente radical”, secuestraban arzobispos en lugar de banqueros y querían “tomar el cielo por asalto”, una frase que Marx utiliza de manera crítica para señalar su impaciencia revolucionaria. A pesar de su marxista ortodoxia, hay algo en el arrojo de los comuneros que lo conmueve y lo lleva a defender su audacia frente a la cautela de sus camaradas, valorando ese “tirarse al vacío sin red”.
  • La carta de Vera Zasúlich (1881): Hacia el final de su vida, Marx recibe una carta de una joven rusa, Vera Zasúlich, quien le pregunta si Rusia, sin burguesía ni proletariado industrial, puede hacer la revolución basándose en la comuna rural campesina (la posición naródniki, es decir, populista). La respuesta previsible habría sido un “no” rotundo, pero Marx, de forma conmovedora, redacta cuatro borradores y finalmente responde: “prueben”. No solo aprende ruso para entender la situación, sino que revisa sus posiciones sobre Irlanda y la India, reconociendo la importancia de la cuestión nacional popular. Estos escritos tardíos tuvieron una enorme influencia en las izquierdas latinoamericanas que buscaban articular el marxismo con el nacionalismo popular, como en el caso de la “izquierda nacional” en Argentina.

Las Formas de Organización Política de los Pueblos-Nación y su Evolución

Este recorrido compartido por la idea de pueblo nos lleva a reconocer el constitucionalismo liberal del siglo XIX, que proponía un gobierno “para el pueblo” pero no “del pueblo”, hasta los desafíos del siglo XX, las sociedades latinoamericanas buscaron nuevas formas de participación.

En este contexto, la implementación de los programas neoliberales a partir de la década de 1970 fue desarmando la noción de pueblo. Como señalaba el sociólogo argentino Juan Villarreal, la sociedad pasó de ser homogénea por abajo a estar fragmentada, con “individuos sueltos” en lugar de grandes unidades colectivas. Sobre estos individuos sueltos triunfa el discurso liberal individualista, que ve a cada persona como un átomo aislado.

En el caso de Argentina actual, el discurso oficial interpela a los ciudadanos como individuos, donde el otro es un obstáculo o, en el peor de los casos, un “depósito de órganos” con un precio en el mercado. En este contexto de neoindividualismo posesivo, la idea misma de lo común y de la comunidad parece haber sido abandonada.

La Comuna como Sujeto de lo Común

En este panorama, la exposición se centra en una figura excepcionalmente potente en la organización política venezolana: la comuna.

La visita a una comuna en el estado de Carabobo deja la fuerte impresión de que esta institución es una forma de organización extraordinariamente democrática para la conformación de un pueblo como sujeto político, consciente y soberano. La palabra “comuna” es preciosa porque remite a lo común y a la comunidad, a los lazos fundamentales entre las personas.

Una línea de trabajo que merece ser examinada, estudiada, profundizada y sistematizada es, sin duda, la experiencia de las comunas. Se ha observado que esta vivencia tiene un menor nivel de sistematización de lo que sería deseable.

Así como pensadoras como Carole Pateman estudian con rigor las formas de democracia participativa en los soviets o los cantones suizos, la experiencia de las comunas venezolanas merece ser abordada por el Instituto PUEBLOS con el mismo rigor teórico y filosófico.

Este modelo no solo resuena con la histórica Comuna de París de 1871, sino que representa una formidable experiencia de formación democrática de un pueblo como sujeto colectivo. Es un proceso del que todos, no solamente ustedes, sino también nosotros en la región, tenemos mucho que aprender.


El pueblo como epicentro de la transformación social: Reflexiones de Jorge Arreaza

El discurso de Jorge Arreaza, pronunciado en un espacio que describió como “un parto largo de un elefante”, se centró en la noción de pueblo como motor fundamental de la transformación social en Venezuela. Sus palabras, impregnadas de experiencias personales y referencias históricas, ofrecieron una serie de aprendizajes clave que se pueden sistematizar de la siguiente manera:

El descubrimiento personal del pueblo

Arreaza relató cómo su experiencia de vida, marcada por años fuera de Venezuela, lo confrontó con las profundas desigualdades sociales al regresar al país. El estallido del Caracazo en 1989 fue el catalizador que lo llevó a comprender la verdadera esencia del “pueblo”. Este momento, lejos de ser una abstracción teórica, se materializó en la indignación popular y la reacción de las élites, que calificaban a las masas como “hordas” o “lumpen”. Su decisión de abrir su puerta y ofrecer lo poco que tenía a estas “hordas” fue su manera de reconocer y validar al pueblo, un acto que su madre, sorprendida, calificó como “comunista”.

La constitución del pueblo en la Revolución Bolivariana

Retomando las reflexiones de Hugo Chávez, Arreaza destacó que antes de la Revolución Bolivariana, Venezuela no se había constituido verdaderamente como pueblo. No existía un pasado común que generara orgullo, una dirección compartida en el presente ni un proyecto de futuro colectivo. Chávez, al hablar del pueblo, sentó las bases para una nueva identidad nacional, una que trascendiera la mera condición de “habitantes de un territorio”. La elección del nombre “Instituto Pueblo” para el espacio donde se realizaba el encuentro, fue el resultado de un “parto largo” y un consenso difícil, pero que finalmente reflejó el núcleo del pensamiento robinsoniano y chavista.

El pensamiento original como guía para la acción

Arreaza enfatizó la importancia del pensamiento original, inspirado en Simón Rodríguez, como alternativa al “pensamiento crítico” predominante. Este pensamiento original, explicó, no solo implica no copiar modelos o la “creación heroica” de Mariátegui, sino que invita a regresar a nuestros orígenes. En este sentido, es crucial evaluar las circunstancias y los contextos para tomar decisiones, pues de lo contrario, se estaría “ensayando algo que no va a dar resultado”.

Valoración de todas las fuentes de conocimiento sin negar lo occidental

Arreaza subrayó la necesidad de valorar todas las fuentes de conocimiento, incluyendo el “diálogo de civilizaciones”. Hizo referencia al esfuerzo de China por unificar su idioma como un ejemplo de cómo la comunicación compartida puede fortalecer a un pueblo. Sin embargo, advirtió sobre el riesgo de la “búsqueda decolonial o descolonial” que termina negando los aportes de los “sabios griegos” y la cultura occidental en general. Es fundamental saber valorar en su justa dimensión el conocimiento occidental, interpelándolo y “desnudándolo”, pero tomando aquello que sea útil.

La comuna como expresión concreta del poder popular

Arreaza manifestó su entusiasmo por las comunas, a las que ha visitado “desde que existen”, y se mostró “más entusiasmado” y “admirado” de lo que el pueblo es capaz de hacer cuando se organiza territorialmente. Subrayó la necesidad de sistematizar, contar y difundir la experiencia de las comunas, no para exportar un modelo, sino para que sirvan de referencia. La “fórmula” construida en Venezuela es válida para el contexto de Nuestra América. Afirmó que la soberanía y el conocimiento residen originalmente en el pueblo, y que la labor de espacios como el que se encontraban es procesar ese conocimiento y generar herramientas para que el pueblo lo profundice y transforme la realidad.

El socialismo en lo territorial y la entrega del poder al pueblo

Finalmente, Arreaza enfatizó la visión de Hugo Chávez sobre la construcción del socialismo en el territorio, a diferencia del enfoque en los centros de producción. Chávez planteó que la clave es cómo construir el socialismo “donde yo vivo”, en el entorno de la fábrica, en la comuna, en el consejo comunal. El presidente Nicolás Maduro, según Arreaza, está empeñado en “entregarle el poder al pueblo” y en luchar contra la burocracia para lograrlo. Este momento histórico es fundamental y exige que todos se sumen a la tarea de crear y recrear conocimiento para la resistencia y la transformación.

En síntesis, el discurso que compartió Jorge Arreaza en el marco de la inauguración del Instituto PUEBLOS, es una invitación a la acción y a la reflexión profunda sobre el papel del pueblo en la construcción de un futuro diferente. Sus palabras resonaron con la urgencia de este momento histórico, llamando a la creación de conocimiento útil y pertinente para la resistencia y la transformación.

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